Me voy a Tailandia y este es mi botiquín de viaje (segunda parte)
%3Aformat(jpg)%3Aquality(99)%3Awatermark(f.elconfidencial.com%2Ffile%2Fbae%2Feea%2Ffde%2Fbaeeeafde1b3229287b0c008f7602058.png%2C0%2C275%2C1)%2Ff.elconfidencial.com%2Foriginal%2F69b%2Fbe9%2F104%2F69bbe9104fd31cd3d0f75467f1346047.jpg&w=1280&q=100)
Día 4. Desde la cama, a través del inmenso ventanal, observo el sorprendente skyline de Bangkok. Acaba de amanecer nuestro cuarto día de viaje. He descansado poco esta noche: me he levantado tres veces al baño con urgencia por problemas serios de estómago. No tengo hambre y sí retortijones que van y vienen con una cadencia soportable. Desde luego no pienso quedarme quieto, ni que esta coyuntura abdominal arruine nuestras vacaciones, así que nos ponemos en marcha y a ver qué pasa.
Desayuno poco y con cabeza a pesar de que todo parece muy apetecible. Luego nos vamos al mercado de Chatuchack que tiene unas dimensiones similares a 18 campos de fútbol juntos, y que cuenta con unos 15.000 puestos. Hace calor y la empresa promete. Ante las dudas razonables sobre mi excesivo peristaltismo, me echo al bolsillo tres o cuatro pastillas de Fortasec (loperamida) por si las moscas. La posología es fácil: una deyección diarreica igual a la ingesta de un comprimido, así hasta hacer efecto pero sin pasarse (más de ocho al día pueden producir graves problemas cardio-respiratorios). Las que yo he traído son Flash, es decir bucodispersables, también conocidas en nuestro gremio como "liofilizadas orales". Se disuelven rápidamente en contacto con la saliva y facilita su administración, especialmente para personas con graves dificultades para tragar. También para un viajero sin agua, pienso, mientras camino por innumerables puestos donde se vende absolutamente de todo. Me alegro haber traído en el botiquín puesto que no me veo yo con éxito en una farmacia de Bangkok pidiendo loperamida.
La mañana pasa entre tenderetes, vendedores, turistas, y un calor húmedo sofocante. Estoy aprendiendo a calcular la hora del día acorde a los cercos de sudor que van creciendo en la camiseta. Ahora deben ser ya las doce del mediodía. Pasamos por una calle con cientos de puestos de comida donde el olor especiado es intenso e inalterable. Un buen test a mi aparato digestivo que responde con un retortijón a modo de protesta. En la última hora las punzadas se han recrudecido y amenazan con hacerme ir al baño más próximo, y es difícil saber dónde hay uno en esta maraña de casetas y turistas. Otra punzada abdominal que me dobla, a la que sigue otra. Me temo lo peor dentro de pocos minutos, así que saco un flash y me lo tomo. Me vendría bien una coca-cola, pienso, por aquello de la sabiduría popular que afirma que la coca-cola sirve tanto para desatascar tu baño como para curar la dispepsia y los males del tubo digestivo. Me paro en un quiosco y un individuo me prepara una con un artilugio muy curioso que hace que se congele al instante. Luego la sirve en un vaso de plástico con hielo y una pajita. Le doy un sorbo y mi Santa me lo reprueba. "Ten cuidado con ese hielo" sentencia. Lo acabo tirando resignado.
Una hora después, mi barriga ya no se queja. Estoy contento cuando pasamos por la zona donde venden animales. El olor es penetrante, me recuerda al animalario de la facultad. Hay de todo: desde reptiles o gusanos a gatos adorables que piden mimos. A mi contraria se le va la mano sola pero no dejo que acaricie a ninguno. Dan bastante pena verlos recluidos, la verdad.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fbea%2F58b%2F0fd%2Fbea58b0fd132f9dd5213816c2585b838.jpg)
Después de comer (me ha sentado bien) visitamos el barrio chino. No se nota mucho contraste con el resto de la ciudad, a no ser por el idioma en el que está escrito todo y la tipografía de los carteles de tiendas y locales. Si Bangkok está lleno de puestos de comida callejera, el barrio chino lo quintuplica. No puedo entender tanta oferta de comida, y no sé si justifica la demanda. En la mayoría de los puestos las condiciones higiénicas son lamentables. Al menos no engañan, puesto que cocinan de cara al público y puedes ver lo que es; nadie te obliga a consumirlo. En muchos restaurantes de nuestro país si entras en la cocina y ves la realidad te llevas una sorpresa puesto que pueden estar en peores condiciones de salubridad que cualquiera de estos quioscos. Y nadie piensa en ello.
Día 5. Madrugón para traslado a Ko Samui. Mantengo tránsito ligero pero no frecuente. Ya no me duele la tripa y hago vida normal. Aterrizamos en un aeropuerto increíble que no tiene paredes. El techo es de madera y da una sensación idílica. Todo es vegetación mientras recogemos las maletas. Viva el clima tropical.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2F1e3%2Fb68%2Fb04%2F1e3b68b0451f7fb140470fea2cd18c1a.jpg)
Nos instalamos en nuestro hotel. Es increíble lo amables que son todos. Usan la sonrisa tantas veces como un occidental los labios para protestar por cualquier nimiedad. Es muy importante es sonreír. Según mi mujer, con una sonrisa viajas a cualquier parte. "No te hace falta Google translate ni gesticular con las manos", añade. "Y con una tarjeta de crédito tampoco", apuntillo yo. Cenamos al lado del mar, con una suave brisa que nos reconforta. Qué importante es desconectar de vez en cuando de tu trabajo, de la rutina, de los problemas; de los malos recuerdos y de la ansiedad anticipatoria. Ahora bien, pensar que tienes que trabajar, esforzarte, sufrir estrés, burnout, para ganar dinero suficiente y poder luego desestresarte viajando a un lugar paradisiaco parece la paradoja de la estupidez humana. La vida es así. No la he inventado yo.
Día 6. Hemos descansado muy bien. De noche se oían pájaros que cantaban como nunca hubiera podido imaginar, ni siquiera en las películas. Absolutamente bucólico. Después del desayuno tenemos cita para un full body massage de una hora, pero como es temporada baja, por el mismo precio (unos 35 euros cada uno), nos dan media hora gratis. (Un regalo si tenemos en cuenta que estamos en la meca de los masajes y que en Madrid los precios oscilan entre 40-50 euros solo media hora y solo para un masaje en la espalda). Al principio me muestro reticente puesto que no soy amigo del manoseo ajeno, pero cambio de opinión conforme avanza el procedimiento. La masajista posee unas manos poderosas cuyos dedos aplican fuerza despiadada a cada nudo de mi maltrecha espalda. Me quejo varias veces como lo hace un niño al que regañan pero que sabe, en el fondo, que es por su bien. "Don't worry, your back will never hurt again" responde, mientras noto como se sube a horcajadas encima de mí. Pone sus rodillas en la cara posterior de mis muslos y continúa su labor implacable. Minutos después, vuelvo de mi ensoñación. Me he quedado dormido. La labor de la masajista continúa. Me siento como si me hubiera quedado sin osamenta. No creo que se haya dejado un solo músculo sin masajear: los seiscientos y pico han pasado por sus poderosos pulgares y ella los ha alisado como el que soba anchoas del Cantábrico.
Más tarde nos relajamos en la piscina. Soy un cerebro encima de una colchoneta de lo relajado que estoy. Poco a poco, mi Santa y yo nos damos cuenta que nuestros crónicos dolores de espalda y cuello ya no están. Qué importante es la fisioterapia a partir de una cierta edad, así como en determinadas profesiones con alto componente físico. Todo el mundo debería tener acceso a esta terapia que también cura. Y, de paso, también a los tratamientos dentales (que para eso también pagamos impuestos). Este es el nivel de nuestras reflexiones después de 90 minutos de masaje en Tailandia.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fe2c%2F8c1%2F359%2Fe2c8c13598f66c8a1132201d9a78addd.jpg)
Día 7. Viaje en barco a otras islas en una excursión contratada. Se trata de hacer snorkel en varios puntos indicados para ello y luego lunch y visita a otra isla paradisiaca. Es un fast boat el que nos traslada a unos 60 quilómetros y el piloto promete llevarnos en hora y media. Va tan rápido que cada vez que encuentra una ola grande el casco golpea de forma brutal en agua y repercute en nosotros, los pasajeros. No resulta agradable.
Ya fondeados en la primera cala, lo primero que hacemos es ponernos bien de crema. Es un trabajo arduo pero necesario. Cuando mi Santa me aplica en la espalda, noto dolorida la zona de tratamiento de ayer. No hay mal que por bien no venga. El bote está lleno de extranjeros de todas las nacionalidades y los occidentales somos los menos. Llaman la atención los británicos, cuya piel blanca ahora es asalmonada y tiene pinta de que se convertirá, en horas, en quemaduras de primer grado. No entiendo cómo un país de epidermis nívea tiene tal reticencia a la crema solar. Debería ser una cuestión a discutir en la Cámara de los Comunes.
Es asombroso cómo aún se discute la necesidad de proteger la piel ante los rayos solares. Los rayos ultravioleta son cada vez más responsables del aumento de casos de melanoma en todo el mundo, y estos llegan más por culpa del agujero de ozono. No lo digo, yo, sino la ciencia, pero, claro, todo se politiza, o se idiotiza, porque todavía hay terraplanistas, negacionistas climáticos, etc., que argumentan lo inexplicable porque forma parte de las premisas políticas del partido que votan. Estultos hay en todas partes: recuerdo cómo el año pasado un futbolista se jactaba de no ponerse crema y negaba en sus redes sociales que el sol produjera cáncer a sus 2.5 millones de seguidores.
De regreso, el barco se mueve menos. Aun así, un pasajero joven de nacionalidad desconocida se marea y vomita copiosamente. Nos hemos fijado en él ya desde el inicio de la jornada, puesto que estaba claro que su noche había sido dura a tenor de su comportamiento errático. Como no deja de tener arcadas y aún queda una hora de viaje, voy a la popa donde se encuentra, me identifico, y le ofrezco un Primperam (metoclopramida) que me he traído por si acaso. Sorprendentemente no me cuesta nada convencerle ni me pide explicaciones. Debe estar acostumbrado a aceptar pastillas gratis aunque vengan de desconocidos, pienso, mientras me da las gracias y bebe un trago de agua. Al desembarcar parece ya recompuesto para otra juerga. Me recuerda a cualquier personaje de aquella mala película de Di Caprio, titulada La playa, y que fue rodada cerca de donde hemos estado.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fb33%2Fe0c%2Fa3a%2Fb33e0ca3a139ebb98bb699a2cd6be8ed.jpg)
Día 8. Hoy cenamos en el Four Seasons de Ko Samui. En otras palabras: tenemos reserva en The white lotus, el hotel de la serie. La experiencia es, sencillamente espectacular. Nos regocijamos porque este mismo escenario lo veíamos en la pequeña pantalla a principios de este año y, no me imaginaba yo cuando escribí sobre ello hace unos meses [enlace a mi artículo White lotus si os parece pertinente], que aquí podríamos estar algún día. Da un poco de pena no verlo con luz, pero, aun así, nos encanta. Nos tratan con mucha amabilidad y nos preguntan si queremos poco o mucho picante. Cena muy rica pero con una conclusión (para esta cena en particular y para el viaje en general): en Tailandia hay que decir "muy poco picante". Y no pedir vino puesto que es importado, malo, y muy caro.
Día 9. Tenemos que volver. Solo pensar la singladura que nos espera me tiemblan las canillas. Una hora a Bangkok, cinco horas de espera, vuelo a Doha ocho horas y luego vuelo a Madrid otras siete horas. Unas 25 horas en total, la mayor parte encajados en un espacio minúsculo no apto para todas las fisonomías. Está claro que el dinero no te garantiza la salud, pero sí es evidente que para tener salud, el dinero es muy importante. No lo apercibimos así en nuestro país, que goza de una magnífica sanidad pública equitativa y universal, pero sí lo conocen en otros países cuyos modelos de gestión sanitaria se basa exclusivamente en la privatización más cruel y desapegada. Al entrar al avión se me cae la baba de ver los cubículos de los que irán en primera: viajeros provenientes de familias ricas y generosas, grandes y honestos empresarios, sensatos directivos de empresas petrolíferas, artistas reputados, futbolistas intelectuales, ricos podridos en general. No es nuestro caso, así que acomodamos las extremidades en la sentina del avión de la mejor manera posible. Se trata de fusionarse con el asiento, dejar la mente en blanco y esperar a que el reloj y los propulsores del aparato hagan su trabajo.
Me tomo una pastilla para inducir el sueño. Me hace efecto a medias.
:format(jpg)/f.elconfidencial.com%2Foriginal%2Fc73%2F9f0%2F8f3%2Fc739f08f3d926d471f7d4ba6a47a4055.jpg)
Día 10. Vuelta a la realidad. Un calor seco nos recibe, como si el tiempo quisiera probar nuestra paciencia y la resiliencia de nuestro termostato. El gato nos recibe con total indiferencia; le da igual que hayamos estado en Tailandia u ocultos en el garaje. Simplemente no estábamos y eso no lo perdona. Deshacemos las maletas. Saco el botiquín y guardo cada cosa donde la suelo guardar, porque el médico que viaja con botiquín tiene en casa un cajón de las medicinas (como tiene cualquier otro ciudadano). En muchos países, en las farmacias te dan las pastillas justas para el tratamiento, para evitar la acumulación de medicamentos en los domicilios. También los dan sin prospectos. Ambos casos me parecen acertados: lo del cajón de las medicinas no tiene mucho sentido, puesto que se acaban caducando. Tampoco lo tiene que un ciudadano lea el prospecto: más de uno empieza a sentir los efectos adversos que está leyendo que produce lo que se acaba de tomar. En total, calculo que hemos utilizado, entre ambos, todo lo siguiente: dos ácido acetil-salicílico, dos pares de medias de compresión elástica, doce paracetamoles, ocho omeprazoles, tres ibuprofenos, dos loperamidas, una metoclopramida (la del viajero emético) y un loracepam. Me parece un consumo razonable.
Día 11. Rutina. Trabajo. Rutina. Trabajo. El viaje empieza a ser un recuerdo. Hojeo el periódico y leo que el espacio aéreo de Doha se ha cerrado. ¡Ostras!: no nos ha pillado por 24 horas. Solo de pensar que nos hubiésemos quedado a mitad de camino se me eriza la piel. Sin maletas, solo con el equipaje de mano. Sin saber cuándo y cómo salir, con las obligaciones profesionales a la vuelta de la esquina. Sin ropa, sin una muda. Al menos, con el cepillo de dientes, eso sí. ¡Ah!, y el botiquín, puesto que lo llevaba encima en la mochila. Más vale prevenir.
Que se mejoren.
El Confidencial