Decenas de tumbas de personas enterradas con llamas en Chile revelan una conexión milenaria

Unas décadas antes de que Diego de Almagro y sus hombres llegaran en 1536 a lo que poco después fue La Serena (norte de Chile), los habitantes del valle del río Elqui aún eran enterrados con llamas que parecían abrazarlos. Ahora, un estudio multidisciplinar ha estudiado los restos de los camélidos. Desde sus huesos hasta sus genes, pasando por el sarro de su dentadura, han servido para determinar que los animales eran domésticos. Empezaron a enterrarlos juntos en torno al año 1000 de esta era y dejaron de hacerlo cuando los incas, que consideraban a la llama una simple bestia de carga, empezaron a sepultar a los suyos sobre aquellas tumbas conjuntas.
En 2014, cuando se iba a desdoblar la carretera panamericana, los obreros encontraron restos humanos. Se inició entonces una excavación antes de que el progreso borrara la historia. El Consejo de Monumentos Nacionales de Chile protegió un área de 380 metros por 50 metros. Esa fue la superficie sondeada por el equipo de la arqueóloga Paola González, de la fundación El Olivar, que toma el nombre del lugar del yacimiento que acababan de descubrir. “Se hizo un rescate arqueológico, entre los años 2015 a 2017, en dos de las ocho áreas funerarias detectadas”, dice la investigadora. Sacaron de allí cinco contenedores, con 1.500 cajas de material. Lo más relevante fueron 56 camélidos y más de 200 cuerpos humanos. Aún les quedan años para analizarlo todo.
Uno de los primeros frutos que ha dado El Olivar, situado cuatro kilómetros al norte de La Serena y a 2.500 metros del Pacífico, ha sido el estudio de los camélidos enterrados con los humanos. “La gran pregunta era si se trataba animales domésticos o salvajes, en este caso el guanaco, porque nuestra zona sí tiene mucha cantidad de guanaco en estado salvaje”, dice González. La ciencia considera demostrado que las llamas (Lama glama) proceden del guanaco (Lama guanicoe) y que hubo varios procesos de domesticación en varias regiones andinas.
Lo primero que hicieron fue analizar las osamentas de los animales. Durante el proceso de domesticación, las llamas empequeñecieron en comparación a los guanacos. “Pero no fue concluyente”, dice la arqueóloga. Entonces siguieron con un análisis isotópico de los huesos, un método indirecto para saber qué se comía en el pasado. La relación de elementos como el nitrógeno o el carbono reveló que tenían una alimentación mixta, de plantas salvajes, “pero también de plantas C4, un indicador químico propio del maíz”, añade González. Pero no les pareció la prueba definitiva, así que siguieron, ahora, buscando patologías. “Algunos de estos animales tenían una enfermedad que se llama polidactilia, que tiene un dedo más[las llamas son artiodáctilos, es decir, tienen dos dedos en sus pezuñas], esto provoca que sean animales lisiados, pero llegaron a la vida adulta”, amplía la investigadora. Solo un animal doméstico del que se consigue lana, pero lisiado seguiría teniendo valor para sacarlo adelante.

Aun así, hicieron dos pruebas más. Una fue buscar en el sarro de la dentadura restos de su dieta. Estudios anteriores ya habían demostrado que las bacterias fosilizadas del tártaro pueden ser una ventana al pasado; la otra, un análisis genético. Encontraron restos de maíz y de zapallo o calabaza. “Los expertos en arqueobotánica nos confirmaron que el zapallo estaba hervido, así que se lo daban como una papilla”, detalle González. La última prueba, el análisis genético, lo realizó el genetista de la Universidad de Copenhague (Dinamarca) y coautor del estudio, Michael Westbury. Fue la prueba definitiva. “Él determinó que estos animalitos eran guanicoe chilensis, que si bien tiene una versión salvaje, también se domesticó en cierta época”, explica la arqueóloga. Lo más relevante es que no existían en la región, “no proceden de la zona del norte semiárido chileno, sino que de bastante más al norte, del altiplano boliviano o áreas de Perú. Lo interesante es que estas llamas no llegaron solas, sino que se produce lo que ya es claro para mí, un arribo de una población de pastores altiplánicos”, termina. Son estos pastores los que trajeron la práctica de ser enterrados junto a sus llamas.
Patricio López, del Museo de Historia Natural y Cultural del Desierto de Atacama (Chile) y primer autor del nuevo estudio, sostiene que “no hay información que avale un proceso de domesticación local”. Aunque no descarta que fuera un proceso in situ, necesitarían revisar una secuencia temporal de varios miles de años que son los que se habrían necesitado para completar el proceso. “En el caso particular de El Olivar, la presencia de camélidos domesticados, en este caso llamas, lo asociamos posiblemente a un intercambio de conocimientos e información con grupos del norte de Chile y/o el noroeste de Argentina”, completa en un correo.
La determinación del estado doméstico de las llamas y su origen es clave para comprender mejor los enterramientos conjuntos. Según la datación por radiocarbono, se iniciaron en torno al 1090. Lo primero que llamó la atención a los arqueólogos fue la disposición de los cuerpos, ambos, humanos y animales, en posición fetal lateral, como acostados. “Se miran uno y otro, entre humano y camélido describen estas figuras simétricas, la posición es totalmente no anatómica, o sea, ningún camélido, toma esta posición de cubito lateral flexionado de forma idéntica al ser humano cuando muere”, recuerda la arqueóloga Paola González. Para ella, “están marcando alguna suerte como de fusión de identidades, de acompañamiento; si buscamos algo con lo que asimilarlo, diría que está acompañando en este tránsito al ser humano”, añade. Aunque recuerda que la arqueología no puede dar por ciertas cosas que solo se pueden atisbar, “hay un esfuerzo muy notorio por humanizar la relación humano-camélido”.
Cuando los incas conquistan el territorio (entre el 1440 y el 1470, según varias dataciones), los enterramientos de llamas y humanos se acaban. Los incas las usaban como animales de carga y para ellos no debían tener el simbolismo que sí tenían para los habitantes de El Olivar. De hecho, entierran a sus muertos en sistas, una especie de sarcófago que colocan encima de las antiguas tumbas conjuntas.
Aunque hay registros de enterramiento de animales, sobre todo perros, o momificación, como hacían en el antiguo Egipto, en otras culturas del pasado, apenas hay casos de enterramientos conjuntos. Y los pocos que hay son de algún personaje destacado sepultado con caballos o en eventos de sacrificios. Nada como en El Olivar. Y las 56 llamas recuperadas en El Olivar no son las únicas. Aún quedan varias zonas por desenterrar y, por fortuna, el Gobierno chileno acabó por desviar la carretera.
EL PAÍS